-- nada se pierde --,
todo se ha transformado,
a fuego lento, a golpe de martillo,
a tumba abierta.
Los gusanos se comieron nuestros cuerpos,
el viento se llevó nuestras cenizas,
las grises, las quemadas, las caricias
en polvo convertidas,
tan lejanas algunas, tan recientes...
Incluso en el silencio más profundo
podemos escuchar los ecos de los nuestros;
sus voces permanecen incorruptas
rodeando el perfil del universo.
Nos hablan, nos gritan, nos susurran,
nos hablan de velados misterios
-- dentro, muy dentro --
-- dentro, muy dentro --
en un idioma oculto, la lengua de lo eterno.
La muerte no existe, todo es vida
renovada en distinta materia acaecida.
Dejar de pensar, eso es morir,
no controlar los adioses, las lágrimas,
no sentir las certeras estocadas.
Llamamos quietud a no percibir el movimiento
de la sangre en las venas, de los átomos,
de los planetas más lejanos,
del propio pensamiento.
En cada uno de nosotros viven los restos
de miles de ancestros, de células de humanos,
de animales, de árboles, de objetos.
Aún así, únicos somos, esencialmente irrepetibles
mientras podamos decir un sí conscientemente,
la mente clara y claro el sentimiento;
mientras podamos decir no, únicos somos,
a pesar de los pulsos temblorosos,
de los pasos vacilantes,
a pesar de estar postrados en el lecho.
Somos la suma de unos restantes restos,
somos multiplicados, divididos;
somos rostros sonrientes, compungidos,
somos, al cabo, esa victoria triste del retrato
o esa alegre derrota del lánguido recuerdo,
una batalla ganada en cada beso,
-- amor, amor, ¡me dejaste sin sueños! --
una lucha perdida en cada exceso.
Partidos en dos, partimos todos algún día
mientras la tierra recoge nuestros gastados huesos,
la carne virginal o apasionadamente acariciada;
mientras un aire compasivo, en invisibles alas,
se lleva nuestras almas hacia el cielo,
el de los que creen, el de los que alguna vez creyeron.
Somos restos reciclados que otros reciclarán
en siglos venideros.
Sólo somos eso.
Aquí.
Luego... ni vivos ni muertos.