Lo aprendió todo degustando la vida
- ávidamente a veces, otras a pequeños sorbos -,
no tenía títulos, ni honores, ni medallas,
no supo nunca que los sabios de arriba
prefieren un cómodo sillón a las agallas.
Su fantasía era su armadura
y halló a la aurora entre violetas dormida;
la flecha del amor voló tan alta
que no valieron ni torres ni murallas.
Era su verso florido y perfumado
un canto a la creación, arte hechicero,
bordado con primor, con ardor de enamorado,
su primer deber, su alegre prisionero.
No se rindió jamás al halago o al dinero,
no agasajó al poderoso ni al rico con su verbo,
pero tejió guirnaldas con dulces palabras
para elogiar la memoria de sus muertos.
Montado en su corcel de blancas crines
galopó contra el viento a la esperanza,
libre de ataduras, de amores tiranos, de imposibles.
al son de vibrantes sonetos y líricas estanzas.
Por sus venas corría sangre de románticos juglares,
la savia antigua de una raza de gigantes
que lucharon por su fe sin rendirse a la mudanza.
Curtió su casta piel con soles insolentes,
cantó al encanto de cándidas doncellas,
se bañó en el reflejo de mil lunas
y, borracho de guiños de coquetas estrellas,
soñó entre los brazos de mareadas dunas.
Saboreó la miel de sus pasiones puras
derrotando al grito encarnado de su cuerpo
- hierro candente que no marcó su carne -,
blandiendo su espada de cristiano acero.
Cantor de utopías, esclavo del señor vocabulario,
era su voz templada caricia, pirueta sublime,
musitada plegaria, la más dulce pócima secreta.
Era mi trovador, mi mago, mi patético poeta.