Era una manada de dinosaurios fantasmagóricos.
Dormían en lo más profundo del valle y al despertar comenzaron a estirarse, elásticos, como si fueran de goma; doblaban y triplicaban su colosal envergadura una y otra vez, ¡qué espectáculo!
Sus colas cimbreantes se elevaban majestuosas para luego fundirse con el azul del cielo. Sus cuerpos creaban figuras imposibles; contorsionistas deshuesados de piel vaporosa, desmembrándose voluptuosamente entre aromas bucólicos y cálidas sombras.
Sus fauces desdentadas arrojaban húmedas bocanadas al aire a las tierras recién segadas. Se bebían los arroyos, el rocío, el cauce del río y hasta el aliento de las vacas.
Sus cerebros se desmelenaban en coquetas filigranas.
Parecían salidos del pincel de un Goya delirante, de la pluma esperpéntica de Valle Inclán, del Infierno del Dante, de un grabado apocalíptico de Durero, de un cuento ebrio de Poe o de un relato fantástico de H. G. Wells.
Se iban apoderando del valle, subían y subían más en una lentísima escalada, con elegancia, en una orquestada multiplicación, como movidos por una música imperceptible.
Sus patas robustas se hacían frágiles por momentos, se agitaban ondulantes, sus crestas describían elegantes espirales, sus torsos se hinchaban, sus vientres se unían; era una danza pausada, a cámara lenta, muy, muy lenta..., a ritmo de pavana.
Algunos se desintegraban en extrañas aves amorfas, casi transparentes, dejando entrever el verde manto de las laderas. Tras un efímero aleteo, volvían a su origen para engordar esos miembros descoyuntados en una especie de transformación o transfiguración mimética, camuflados en una masa compacta de espeso algodón.
Sobre sus cabezas se abrió un resquicio circular y una luz sesgada los deslumbró; algunos la desafiaron agitando sus garras, lanzando aullidos mudos, revolviéndose como heridos por el súbito resplandor; otros se rindieron a su fulgurante esplendor, al mágico reflejo esmeralda que descubría su vaporosa desnudez, su pálida silueta, su ondulado perfil.
Duró poco el milagro.
¿Dónde estaban los árboles, las peñas, los picos, los curvos caminos...?
El tiempo viajaba al ralentí, casi estático; era la hora de manecillas perezosas, de relojes de Einstein, de manzanas flotantes desafiando a Newton, de duendes invisibles bailando en corro al son del amanecer.
De norte a sur, fundiéndose los unos con los otros, penetrando e intercambiando su descomunal corpulencia, lo llenaron todo hasta que todo se hizo blanco.
El gran dinosaurio se había adueñado del horizonte hasta hacerlo desaparecer.
El gran dinosaurio blanco era ahora el señor de los prados, del paisaje ante mis ojos.
Su gran boca se abría como queriendo engullir también el aire, los pájaros y el alma de la gran montaña.
¡Qué espectacular banquete!

Una vuelta completa de reloj y todo alrededor ha vuelto a su ser...
Eran inofensivos, puros, engendrados por la madre naturaleza para morir como nacieron; una prole sumisa, hijos embebidos y embobados por ella, la hermosa hechicera, la dama dorada del amanecer.
El gran dinosaurio blanco se diluyó y el verde terciopelo fue llenando el paisaje con suave cadencia.
Mis nublados dinos han regresado a las profundidades.
Blanco, perla, gris, musgo y serrín.
Los murciélagos y los grillos no se han enterado de nada.
El pastor recorre el entorno con su mirada. Se acomoda en el lecho de hierba y saca de su viejo zurrón una hogaza y un buen pedazo de queso; antes de hincarle el diente, bebe un chorro del tinto que guarda su odre. Ya puede ver a sus cabras en los riscos.
No ha sido un espejismo.
No ha sido una jugarreta de mi imaginación.
Esta madrugada, al salir al porche, juro que lo vi: una manada de dinosaurios blancos elevándose al infinito...
Habían invadido el despertar del día, el dulce saludo de Dios.