29 dic 2011

De lo divino y de lo humano

Mi particular visión del Universo


Los últimos días del año son propicios para reflexionar, para emborracharse de alcohol y/o de buenos propósitos y para dejarse llevar por la nostalgia. Confieso que, de todo lo anterior, lo único que no he hecho es pillar una cogorza, aunque nunca se sabe lo que puede pasar tras tomar las 12 uvas... Achisparse un poquillo para recibir el nuevo año es una sana costumbre, buena para agilizar la mente y los latidos del corazón, más aún en tiempos difíciles como los que estamos viviendo.

Hoy, desde la paz de mis montañas, serena en una noche gélida, con las mangas de mi cálida bata casi rozándome la punta de los dedos, me dispongo a plasmar por escrito algunas reflexiones que se han paseado por mi mente estos días navideños.

En mis palabras se mezclan la ironía, el humor y la filosofía de andar por la calle, o mejor diría, por plácidos senderos, refiriéndome a esta zona rural y agreste donde vivo.



- El hombre ha creado a Dios a su imagen y semejanza; por eso le cuesta tanto creer en Él.

- Dios lo sabe todo, absolutamente todo, hasta aquello que ni Él mismo es capaz de remediar.

- Hombre, a los ojos de tu Creador eres tan pequeño como tu posible odio y tan inmenso como Su irrefutable amor.

- Si no puedes ver a Dios en la sonrisa de un niño, no lo encontrarás nunca en tu corazón.

- Eso que le pides a Dios que haga por ti..., ¿no estará esperando Dios que lo hagas tú mismo?

- No sé quién asombra más a quién: si Dios al hombre con Su creación o el hombre a Dios destruyéndola.

- Dios estaba huérfano y quiso meterse en la piel del hombre para sentir las caricias de una madre.

- Me hace reír quien se cree capaz de emular a Dios cuando un único rayo puede partirlo en dos en
  un instante.

- Dios nos va quitando vista poquito a poco porque es compasivo: no quiere que distingamos bien nuestras 
  arrugas.

- El Cielo es el caramelo que nuestro buen Padre nos tiene preparado si somos buenos.

- No utilices a tu Dios como una excusa para excluír a los que no piensan como tú: Dios es mucho más
  grande que tu intolerancia.

- La Fe son esas gafas graduadas por la divinidad.

- Amar a Dios es amarte a ti mismo en los demás.

- Cuando la divinidad se nos manifieste sin barreras humanas, todo lo material y finito se disipará y    
   percibiremos lo intangible, lo invisible, lo inaudible, lo inaudito, lo intacto, lo inmensamente infinito.
   La nada será todo y todo será sin nada.
   Nos embriagaremos del suave perfume de las almas celestiales.
   Escucharemos sin nuestros oídos la sinfonía de la perfecta armonía.
   Sentiremos en nuestro espíritu el cálido beso del aliento divino.
   Veremos sin nuestros ojos paisajes jamás soñados allende el más remoto Universo.
   Libaremos el néctar de la gracia.

- En fin, Dios me ha dicho que no celebra la Nochevieja porque en el más allá no tiene tiempo...



20 dic 2011

Recordando a mi padre


Navidad es tiempo de celebraciones y también de recordar a esos seres queridos que ya no las pueden celebrar con nosotros.
Hoy dedico este espacio a mi padre.

Se llamaba como Jesús, sí, se llamaba Emmanuel, un nombre de origen hebreo, עִמָּנוּאֵל  ʻImmānûʼēl, que significa Dios con nosotros. Hermoso nombre.
Mi padre se llamaba Manuel y celebraba su onomástica el día 1 de Enero, el mismo día que mi madre, cuyo nombre es Manuela. En la familia los conocían como "Los Manolos" mucho antes de que apareciera ese grupo de rumba catalana del mismo nombre.

Era un hombre bueno y de pocas palabras, un autodidacta que sabía dibujar muy bien y que tocaba el piano de oido, tal vez con muy poca técnica, pero con mucho más sentimiento que muchos pianistas de carrera.
Me contó que una vez, creyendo que estaba solo en la iglesia de su pueblo, subió al coro y se puso a tocar el pasodoble “Francisco Alegre” en el órgano. Resultó que el párroco estaba en la sacristía y salió lanzando improperios contra aquel desacato; le dijo a mi progenitor que lo iba a excomulgar y lo echó de la iglesia, que está dedicada a San Francisco.

Contaba también que, estando un sábado en un bar con bastante gente, vio un piano en un rincón y, sin pedir permiso a nadie, se puso a tocar. Algunas parejas se animaron y salieron a bailar. El dueño, en vez de enfadarse, se le acercó y le dijo que fuera allí a tocar siempre que quisiera, ¡iba a tener más clientela!

Tocaba muy bien la guitarra. Me parece escuchar aún esas notas monótonas cuando la afinaba...
De joven había tocado la bandurria en un grupo llamado "Interrogación".
Solíamos cantar juntos en casa y mi abuela bromeaba diciendo que nos podíamos ganar la vida así.
Todas las Navidades animaba las reuniones familiares con su guitarra tras hacerse algo de rogar.

- Manolo, venga, coge tu guitarra y toca algo.


Me gustaba sobre todo escucharle  cantando a dúo con mi madre una canción que les traía hermosos recuerdos. Mi padre hacía la voz baja.  Se trata de la mazurca chilena "Niña hechicera" y ahora sólo me vienen a la cabeza estas líneas:

Niña hechicera, de rostro agraciado,
dime si has amado alguna vez, por caridad.

Ven, ven, ven, ven, ven hechicera mujer.
Sí, sí, sí, sí, te adoro con frenesí.
Ven, ven, ven, ven, ven adorada a mis brazos,
que yo me muero, que yo me muero de amor por ti, !sí!

De pequeña, cuando me compraba cromos, se iba sacando los sobres de los bolsillos de cinco en cinco. Cuando me decía sonriendo que ya se habían acabado, yo me quedaba esperando porque sabía que había más, y así era.



Mi padre me enseñó a bailar el vals, un-dos-tres, ♫♫♫ un-dos-tres ♪ , cuando apenas le llegaba a la cintura. Una tarde, solos en una de las habitaciones del enorme caserón donde vivíamos, me dijo que me descalzara y que me subiera a sus zapatos, algo que hice encantada, ¡qué divertido! A veces uno de mis pequeños pies se salía de su sitio, pero rápidamente lo volvía a poner sobre su pie. Cuando ya había cogido el ritmo, lo intenté bajándome al suelo y me salió de maravilla. Muchas más veces bailé con él a lo largo de los años. En las bodas familiares me sacaba orgulloso a bailar con él. Había una conexión especial entre nosotros que no pasaba desapercibida a los que nos conocían.

Me pintó varias veces a carboncillo, técnica que dominaba a las mil maravillas. Aún tengo su caja de madera con los difuminos y los carboncillos de distinta dureza. Le gustaba hacer sombras con los dedos y conseguía los brillos con el borde de una goma de borrar.
Yo posaba encantada, muy quietecita, hasta que me daba un descanso o terminaba su obra.

- No hables ahora, que te estoy pintando la boca.
- Levanta un poquito más la cabeza, eso es.
- Sonríe, que estás muy seria y va a parecer que estás enfadada.
- A ver..., mira hacia la ventana.
- Bueno, ya está bien por hoy, que estarás cansada.

- Papá, ¡que voy a estornudar!
- ¡Ay!, se me ha metido algo en este ojo, espera...
- Déjame verlo aunque no hayas terminado, ¡anda!

Cuando terminaba, me lo enseñaba y esperaba escuchar mi opinión.

- Me has sacado más guapa de lo que soy, papá.
- Mira, este ojo está más grande que el otro.
- Se lo voy a enseñar a mamá.
- ¿Me dejas que te pinte yo a ti?

Cubría los dibujos con una fina lámina de papel cebolla para protegerlo y lo guardaba en una enorme carpeta con más dibujos.

El día que cumplí 12 años, me dijo que me sentara en el salón y que le esperara, que tenía algo para mí. Al rato, apareció con un enorme tocadiscos Telefunken - todavía lo conservo - y con un disco cuyo contenido no me dejó ver. Le gustaba sorprenderme y casi siempre lo conseguía.
Puso el disco en el plato con mucho cuidado y vi cómo la aguja caía lentamente sobre el vinilo. Se sentó a mi lado y me dijo, “Escucha”.
No hablamos nada mientras la música llenaba la estancia, una música preciosa que me hacía vibrar, ¡qué bien sonaba!
De vez en cuando me miraba y yo le sonreía. Cualquier palabra hubiera roto el hechizo de esos momentos mágicos.
Cuando el disco se paró con el típico click de los reproductores antiguos, me preguntó, “¿Te ha gustado?” Yo le respondí que mucho, muchísimo, que era una música preciosa y que quería saber qué era.

 - Es la Sinfonía Patética de Tchaikovsky, hija.

Era la primera vez en mi vida que escuchaba una sinfonía completa. Era la primera vez en mi vida que oía hablar de ese compositor.

Desde aquel día, escuché con él muchas más obras clásicas y entre las que recuerdo con más cariño están “Poeta y Aldeano” de Suppé, “El Moldava” de Smetana, la Novena de Beethoven y “Peer Gynt” de Grieg.

Pasaron tres años y una mañana mi padre me dijo que me iba a llevar a un sitio especial y que me pusiera elegante. Me puse un bonito vestido blanco de piqué bordado con una cinta de terciopelo azul marino en la cintura, unos zapatos negros de charol y unos calcetines calados de perlé blancos.
¿Dónde me iba a llevar…?
Cogimos un taxi hasta la Plaza de Oriente y, cogida de su mano, me llevó hasta el Teatro Real. Subimos a un palco desde donde se veía la orquesta de maravilla.

- A ver si recuerdas lo que van a tocar.

El fagot sonaba profundo, como salido de lo más profundo de la tierra.
El maravilloso sonido de una viola después…
Sí recordaba, ¿cómo no iba a recordar…? Era la Patética de Tchaikovsky.
Mi corazón parecía que iba a saltar en el Tercer Movimiento. Me resulta imposible describir con palabras lo que sentía mientras escuchaba esa música trepidante.
Me di cuenta de que estaba llorando en el Adagio, esa cadencia tan hermosísima, la más hermosa que jamás haya escuchado.
Aquello era para mí una manifestación de la divinidad, era algo más allá de lo humano: tanta belleza me llenaba, me conmovía, me sentía como flotando.
La música cesó. Unos segundos de silencio y… los aplausos me devolvieron a la realidad.
Mi padre y yo nos miramos y nuestros ojos se hablaron.

El recuerdo más vivo que conservo de mi padre fue una conversación que mantuve con él en su dormitorio pocos días antes de que dejara este mundo. Estaba a solas con él. Ya no se levantaba de la cama y su cuerpo, muy consumido por la enfermedad, estaba pidiendo calladamente descansar para siempre...
Terminaba de arreglarle las manos y de afeitarle cuando, con un hilo de voz apenas perceptible, mis manos entre las suyas, me dijo con una dulce sonrisa:
- Hija, en estos momentos, cuando ya apenas me queda vida, me doy cuenta de que ambicionamos cosas que no tienen importancia y que sólo deberíamos vivir para llevarnos bien y ayudarnos los unos a los otros, sin peleas...
... sólo me funciona bien el corazón y la cabeza...
...te estoy mirando y tu rostro es todavía como el de una niña; eres un milagro...
...sabes, me gustaría tener tu fe, pero Dios nunca me ha dado señales de Su existencia, a pesar de que se lo he pedido...

- Papá, pedirle a Dios tener fe ya es señal de que crees en Él. Dios siempre escucha aunque a veces no nos responda... No temas.

- No, ya no tengo miedo a nada.

Nació un 21 de octubre de 1910 en Viveiro, un precioso pueblecito de la costa lucense. Bromeaba diciendo que él era de "Lujo".
Dios lo recibió amorosamente un 17 de agosto de 2004.

- Emmanuel, ahora tocarás para mí.


Jamás escuché a mi padre hablar mal de nadie y sus penas se las tragaba. En multitud de ocasiones le escuché reír y sólo una vez lo vi llorar silenciosamente.
Mi madre dice que yo era la única persona que lo entendía y que me quería más que a nada en este mundo.
Ese día que me volvió a ver como a su niña pequeña no era yo el milagro, no, sino que Dios quiso que me viera así por última vez.


Dejó este mundo sin enterarse, como yo le había pedido a Dios. No lloré porque cuando una pena es muy honda, las lágrimas se quedan como congeladas en el alma...

Cada vez que escucho la Sinfonía Patética sé que mi padre la está escuchando conmigo desde el Cielo.